Un gigante dormido
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Un gigante dormido
Año 6. Edición número 293. Domingo 29 de Diciembre de 2013
Por
Ricardo Romero. Politólogo UBA/UNSAM
Termina el año y la economía brasileña no despierta, con una magra tasa del 2,3% de crecimiento parece no salir de su estancamiento. Tras haber alcanzado un 7,5% en 2010, la gestión de Dilma Rousseff no logró superar un nivel del 3%, siendo su performance de 2,7% en 2011 y sólo 1% en 2012. Y si bien se superó el fantasma de la recesión, cuando el tercer trimestre de 2013 registró una retracción del 0,5%, las proyecciones realizadas por consultoras privadas prevén sólo un 2% para 2014, con lo cual la paralización es el principal punto a afrontar en la gestión petista, que con cierto optimismo augura sólo un 4% para el año próximo.
A contrapartida, el país se encuentra en una estabilidad económica, casi en un paraíso neoclásico, donde su presupuesto no registra un déficit considerable, tiene una deuda baja que no supera el 65% del PBI y está en un nivel de pleno empleo, que alcanza el mínimo histórico del 4,6% –más allá de que podría incrementarse unos puntos si se suma a los 15 millones de receptores del “Bolsa Familia”–. A su vez, tiene una inflación controlada en un dígito, cerca del 6% anual, y una solidez monetaria con reservas en dólares superiores a los 350 mil millones, con capacidad de ser acreedor en el sistema financiero internacional. Incluso, a pesar de su bajo crecimiento, le disputa el quinto lugar en tamaño como economía a Francia y el Reino Unido, aunque más por la recesión de éstos que por el desarrollo de Brasil.
Sin embargo, su combinado monetarismo restrictivo con un desarrollismo expansivo, sólo logra contener el equilibrio macroeconómico, a gusto de neoclásicos, pero no impulsa el crecimiento, como esperarían los heterodoxos y la ciudadanía brasileña, por cierto. En tal sentido, ante las elecciones del 5 de octubre del año próximo, donde Dilma Rousseff buscará su reelección, la mandataria tiene un trade-off (dilema) a enfrentar para una contienda donde la economía es una materia a aprobar: o mantiene una estabilidad relativa o impulsa el crecimiento con cierto desfase de las cuentas nacionales.
Más allá de los gestos de austeridad que muestra el gobierno de Dilma Rousseff, que logró la aprobación del Presupuesto 2014 bajo un acuerdo de responsabilidad fiscal, sería previsible que en el año electoral elija la segunda opción, para lograr una dinámica expansiva que sostenga el apoyo electoral. En tal sentido, el mismo José Pimentel, cabeza del PT en el Parlamento brasileño, sostuvo que la idea es no votar programas que impliquen aumento en gastos o reducción de políticas. “La esencia del pacto (…) tiene como objetivo también garantizar el crecimiento con inclusión social y distribución de la renta”, sostuvo el senador, al final de una reunión con la presidenta y el Consejo Político del gobierno.
Efectivamente, la presidenta Dilma Rousseff fijó el salario mínimo en 724 reales, que equivale a 2,23 canastas básicas, un nivel de poder adquisitivo que no se alcanzaba desde 1979. Algo que destacó la presidenta en su cuenta de Twitter, donde sostuvo que es el valor real más grande de los últimos 30 años, lo que significa más dinero en el bolsillo de los trabajadores y unos 28 mil millones de reales que ingresan como consumo a la economía desde principios de 2014. A su vez, estima que el impacto provocará un reingreso al Estado de unos 13 mil millones. Sin embargo, en este comentario se ve el sesgo monetarista, donde todo planteo económico tiene un correlato de equilibrio fiscal.
Y éste es el principal problema de la economía brasileña, porque su estancamiento se debe a la negativa del gobierno petista a salir de su ortodoxia monetarista. De hecho, más allá que algunos ponen el fantasma de la de la crisis de 1998, con la fuerte devaluación que sufrió el Real, la coyuntura es bien distinta, donde el panorama es más que favorable para salirse de este esquema. Brasil hoy cuenta con una buena base de reservas, un endeudamiento externo controlado, incluso con capacidad de colocar bonos en moneda nacional, y una gran potencial de financiamiento, con organizaciones como el Bndes, Embrapa o Petrobras, esta última potenciada por el descubrimiento de reservas petroleras en la cuenca del PreSal, por lo que se tiene instrumentos suficientes para sostener un crecimiento económico.
A su vez, cabe señalar que la política ortodoxa tiene otros efectos negativos al estancamiento. La tendencia muestra un proceso de parálisis de la industria y de primarización de la economía, tanto en la composición de su PBI como en los bienes que exporta, potenciados por la creciente demanda mundial. Esto marca que en la actualidad, Brasil se ha convertido en el granero del mundo, siendo el mayor productor mundial de soja, café, zumo de naranja y caña de azúcar, el segundo en carne bovina y el tercero en aves y cultivo de maíz. En definitiva, el auge del “agro-bussiness”, con sus consecuencias ambientales, se pone como un problema a enfrentar, donde Dilma Rousseff debería repensar su política monetaria para recuperar un proyecto de desarrollo industrial.
A contrapartida, el país se encuentra en una estabilidad económica, casi en un paraíso neoclásico, donde su presupuesto no registra un déficit considerable, tiene una deuda baja que no supera el 65% del PBI y está en un nivel de pleno empleo, que alcanza el mínimo histórico del 4,6% –más allá de que podría incrementarse unos puntos si se suma a los 15 millones de receptores del “Bolsa Familia”–. A su vez, tiene una inflación controlada en un dígito, cerca del 6% anual, y una solidez monetaria con reservas en dólares superiores a los 350 mil millones, con capacidad de ser acreedor en el sistema financiero internacional. Incluso, a pesar de su bajo crecimiento, le disputa el quinto lugar en tamaño como economía a Francia y el Reino Unido, aunque más por la recesión de éstos que por el desarrollo de Brasil.
Sin embargo, su combinado monetarismo restrictivo con un desarrollismo expansivo, sólo logra contener el equilibrio macroeconómico, a gusto de neoclásicos, pero no impulsa el crecimiento, como esperarían los heterodoxos y la ciudadanía brasileña, por cierto. En tal sentido, ante las elecciones del 5 de octubre del año próximo, donde Dilma Rousseff buscará su reelección, la mandataria tiene un trade-off (dilema) a enfrentar para una contienda donde la economía es una materia a aprobar: o mantiene una estabilidad relativa o impulsa el crecimiento con cierto desfase de las cuentas nacionales.
Más allá de los gestos de austeridad que muestra el gobierno de Dilma Rousseff, que logró la aprobación del Presupuesto 2014 bajo un acuerdo de responsabilidad fiscal, sería previsible que en el año electoral elija la segunda opción, para lograr una dinámica expansiva que sostenga el apoyo electoral. En tal sentido, el mismo José Pimentel, cabeza del PT en el Parlamento brasileño, sostuvo que la idea es no votar programas que impliquen aumento en gastos o reducción de políticas. “La esencia del pacto (…) tiene como objetivo también garantizar el crecimiento con inclusión social y distribución de la renta”, sostuvo el senador, al final de una reunión con la presidenta y el Consejo Político del gobierno.
Efectivamente, la presidenta Dilma Rousseff fijó el salario mínimo en 724 reales, que equivale a 2,23 canastas básicas, un nivel de poder adquisitivo que no se alcanzaba desde 1979. Algo que destacó la presidenta en su cuenta de Twitter, donde sostuvo que es el valor real más grande de los últimos 30 años, lo que significa más dinero en el bolsillo de los trabajadores y unos 28 mil millones de reales que ingresan como consumo a la economía desde principios de 2014. A su vez, estima que el impacto provocará un reingreso al Estado de unos 13 mil millones. Sin embargo, en este comentario se ve el sesgo monetarista, donde todo planteo económico tiene un correlato de equilibrio fiscal.
Y éste es el principal problema de la economía brasileña, porque su estancamiento se debe a la negativa del gobierno petista a salir de su ortodoxia monetarista. De hecho, más allá que algunos ponen el fantasma de la de la crisis de 1998, con la fuerte devaluación que sufrió el Real, la coyuntura es bien distinta, donde el panorama es más que favorable para salirse de este esquema. Brasil hoy cuenta con una buena base de reservas, un endeudamiento externo controlado, incluso con capacidad de colocar bonos en moneda nacional, y una gran potencial de financiamiento, con organizaciones como el Bndes, Embrapa o Petrobras, esta última potenciada por el descubrimiento de reservas petroleras en la cuenca del PreSal, por lo que se tiene instrumentos suficientes para sostener un crecimiento económico.
A su vez, cabe señalar que la política ortodoxa tiene otros efectos negativos al estancamiento. La tendencia muestra un proceso de parálisis de la industria y de primarización de la economía, tanto en la composición de su PBI como en los bienes que exporta, potenciados por la creciente demanda mundial. Esto marca que en la actualidad, Brasil se ha convertido en el granero del mundo, siendo el mayor productor mundial de soja, café, zumo de naranja y caña de azúcar, el segundo en carne bovina y el tercero en aves y cultivo de maíz. En definitiva, el auge del “agro-bussiness”, con sus consecuencias ambientales, se pone como un problema a enfrentar, donde Dilma Rousseff debería repensar su política monetaria para recuperar un proyecto de desarrollo industrial.
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